Kevin Vickers no fue designado embajador canadiense en Dublín por sus buenas notas en la escuela diplomática, ni por su conocimiento de idiomas, ni por su capacidad dialogante, habilidad negociadora o dotes para la resolución de conflictos. Lo fue como premio a su heroica actuación hace un par de años como sargento encargado de la seguridad del Parlamento de Ottawa, cuando se puso en la línea de fuego y salió de detrás de una columna para disparar contra un terrorista islamista que acababa de matar a un joven militar en un homenaje a los soldados muertos en las guerras.
A pesar de sus 59 años, Vickers, de origen irlandés, responde más al perfil de un 007 o un Clint Eastwood que al de un embajador convencional, y por eso su comportamiento no ha sorprendido demasiado. Tal vez vio un paralelismo entre aquella ceremonia del 2014 y la del otro día en el cementerio militar de Grangegorman, en Dublín, para rendir tributo a los soldados británicos que perdieron la vida en el levantamiento de Pascua de 1916. Lo cierto es que cuando Brian Murphy, un republicano, se puso a gritar desaforadamente a fin de boicotear el acto, el emisario canadiense abandonó como disparado por un cohete su posición entre las personalidades, se lanzó a por el manifestante, lo cogió del cuello de su chaquetilla de cuero, y lo arrojó al suelo en medio del estupor general.
“Le estamos agradecidos, aunque no es lo que uno esperaría de un diplomático, y mejor que no cunda el ejemplo; para asuntos de seguridad ya tenemos a la policía”, ha comentado extraoficialmente un funcionario del Gobierno irlandés, para el que la conmemoración del levantamiento de hace un siglo ya está provocando suficientes quebraderos de cabeza sin necesidad de que los legados de misiones extranjeras pongan su granito de arena.
La rebelión de 1916 duró seis días. Liderada por James Connolly, Patrick Pearse y otros héroes de la patria, los insurgentes tomaron la oficina de Correos de O’Connell Street y proclamaron una república independiente libre del yugo del colonialismo inglés, hasta que el ejército de Su Majestad –que estaba distraído con la Primera Guerra Mundial– envió artillería y miles de tropas desde el otro lado del mar de Irlanda, sofocó el levantamiento y ejecutó a sus cabecillas. Dublín quedó en ruinas y murieron 500 personas, más de la mitad civiles, y entre ellas, 125 soldados británicos.
Es a estos a quienes estaba dedicado el homenaje del cementerio militar de Grangegorman, que el republicano Murphy, nieto de un veterano de la rebelión, interrumpió a gritos de “insulto, insulto”. Aunque el levantamiento fue neutralizado por las armas, la actuación del poder inglés acrecentó el sentimiento anticolonial e hizo que la mayoría de irlandeses se decantasen por la independencia, desatando una serie de acontecimientos que en pocos años llevaron al nacimiento de la República, la guerra civil, la batalla entre las facciones de Michael Collins y Eamon De Valera, y la separación de los seis condados del Ulster.
La conmemoración del 50 aniversario del levantamiento fue utilizada por el reverendo Ian Paisley para movilizar a la comunidad protestante de Irlanda del Norte, y el Gobierno de Dublín ha hecho un esfuerzo para que los actos del centenario fueran políticamente más equilibrados, y honrasen no sólo a los héroes republicanos de la patria, sino también a los soldados británicos caídos. Pero actos como el del cementerio han resultado enormemente polémicos y han contado con la oposición del Sinn Féin, que era el brazo político del IRA y ahora es un partido con una amplia representación parlamentaria.
Tras ser subyugado por el embajador Vickers (un antiguo miembro de la Guardia Montada de Canadá), Murphy fue llevado a la comisaría de Blanchardstown, detenido y acusado de perturbar un acto público. Los policías le dijeron que podía darse con un canto en los dientes, porque el diplomático no se anda con chiquitas, y le contaron lo ocurrido en Ottawa. “Yo sólo quería protestar pacíficamente, y denunciar la injusticia de que los asesinos y opresores reciban un homenaje –dijo–. Pronto nos olvidamos de nuestra propia historia”.
Vía La Vanguardia